El autor de Luces y sombras del renacimiento psicodélico (Ulises Ediciones) comparte con nosotros su iniciación a la psicodelia.
Albert Casasayas
10 Octubre, 2023
Hasta mis 44 años mi conexión con sustancias psicoactivas ilegalizadas era mínima, limitada a algún tiro ocasional de hashish o marihuana en fiestas, que generalmente me causaba dolores de cabeza, taquicardias y algún ataque de paranoia o ansiedad. Nada que mereciera seguir experimentando. Mi infancia ocurrió durante esos años 80 traumatizados por la pandemia del SIDA y la invasión de la heroína. Siendo adolescente, en los años 90, me tragué la propaganda antidroga que servían, con mejores o peores intenciones, organismos públicos. Creía a pies juntillas en los topicazos habituales, como que te destruían el cerebro, la adicción como una consecuencia inevitable de una exposición limitada o las distinciones arbitrarias y falsas entre drogas duras y blandas.
Yo creía que todo eso no tenía nada que ver conmigo.
Lo irónico del caso es que yo pasé doce años de mi vida siendo un fumador empedernido. Creo que no hay producto de consumo que haya causado más mal en mi vida que los cigarrillos, 100% legales. Creo que en mis años de universidad y doctorado desarrollé una adicción a la cafeína. Difícil de medir, siendo su uso tan normalizado, aunque supongo que mantener el termo caliente hasta la medianoche con la finalidad de aguantar hasta las 3 de la madrugada no puede considerarse un uso sano.
En fin, que yo era un tipo “normal”, sin demasiado contacto con sustancias ilegales. Otra ironía: soy profesor de lengua y literatura en una universidad en California y he trabajado bastante sobre México, donde –como ya sabréis– el cactus de peyote y los hongos psilocibios forman parte del acervo cultural tradicional y su consumo ceremonial continúa practicándose en numerosas comunidades a lo largo y ancho del país. Entre la juventud urbana de clase media, irse a “hacer los hongos” a Huaulta de Jiménez o San José del Pacífico en Oaxaca continúa siendo un rito de paso bastante común desde la segunda mitad del siglo pasado. Por alguna razón, yo creía que todo eso no tenía nada que ver conmigo, que correspondía a visiones del mundo o entornos socioculturales a los que yo no pertenecía, por razón de origen geográfico, adscripción étnica, edad, lo que fuera.
Entonces, ¿cómo vine a entrar en los psicodélicos llegado a la cuarentena? Hubo varias razones, pero la de mayor peso fue la salud mental. Yo arrastraba una depresión que venía durando unos seis años, con otros diagnósticos adjuntos. Años de psicoterapia y algunas tentativas con antidepresivos fracasaron. La psicoterapia me daba una comprensión racional de mis dificultades, de lo que me dolía. Los antidepresivos sólo me daban dolor de tripas y, sabiendo el efecto que han tenido en otras personas que conozco, me doy por afortunado que fuera sólo esto.
Cuando estalló la pandemia, me encontré con más tiempo libre de lo habitual y llegué a la lectura de How to Change Your Mind de Michael Pollan, que fue instrumental en llevarme a esta decisión. El confinamiento no puso las cosas fáciles. Entré en algunos círculos de Meetup donde se discutía en Zoom sobre estas cuestiones, pero no es que uno pueda ir preguntando por estas cosas y entrándole directamente a la gente, y mucho menos cuando se trata de un cuarentón solitario al que no conoce nadie. Entonces fue un proceso de adquisición de confianza mutua, que la gente viera que les ponía estudio e interés a estas cosas y, por mi parte, yo ir viendo quién me inspiraba confianza.
Creo que en un período de meses me fui curando de la depresión a través de una serie de tomas intencionales de psicoactivos, particularmente entre marzo y julio de 2021: cinco ingestas de psilocibina, una del empatógeno MDMA y una combinando la huachuma o cactus de San Pedro. Lo que puedo contar es que fueron situaciones con más o menos control, según las circunstancias y la compañía. Ya sabemos que existen pocos centros de capacitación, y los que hay son clandestinos: entonces tú entras en un círculo, ingresas en un retiro, o una de las iglesias vegetalistas o enteogénicas que vienen surgiendo y, bueno, pues a ver qué pasa. En mi situación y en mis circunstancias, yo tuve muchísima suerte.
Hasta ese momento en mi vida yo jamás habría intentado cosas así, pero creo que se debió a que, con todo lo que estaba viviendo con mis búsquedas, estaba experimentando una disposición más abierta a las cosas, a probar cosas nuevas y también a correr riesgos. A salir de uno mismo, a trascender.
Hice algunos ensayos fallidos a solas hasta que me ocurrió casi sin querer. En marzo del 2021 yo iba a lo que llamaban un “nature walk” en Oakland, CA, con un círculo que me habían recomendado e, iluso de mí, yo me pensaba que aquello era una caminata donde la organizadora nos iba a enseñar las setas que habían salido con las últimas lluvias. No sabía que “nature walk” era un eufemismo para una especie de picnic en el que se consumen hongos psilocibios. Tardaron mucho en hacerme efecto, a tal punto que terminaron golpeándome a poco de que la gente comenzara a irse y terminé teniendo una experiencia muy bonita en solitario.
Mi segunda ingesta tuvo lugar en Zion National Park, Utah, a solas también. Me estaba beneficiando de un período sabático durante el que supuestamente yo debía terminar un trabajo académico. No estaba de humor para terminarlo y tenía una situación con mis caseros. Total, que decidí mandarlo todo a la porra yéndome de ruta por el suroeste de Estados Unidos. El día de mi partida escondí unas setas en mi coche y me prometí que, si vivía algo bonito, repetiría la experiencia que había tenido en Oakland, y así lo hice.
Esta foto muestra parte del recorrido a lo alto de un pico que se conoce como Angel’s Landing (algo así como “Descansillo del Ángel”). Es una excursión moderadamente difícil. Para los no escaladores, el tramo final se debe hacer agarrado a una cadena. El punto más peligroso requiere el paso por un tramo de pared casi vertical, sin más agarre que esa cadena y un escaloncillo donde apoyar la punta de los pies. La caída son 330 metros, o mil pies, sobre roca lisa. Hasta ese momento en mi vida yo *jamás* habría intentado cosas así, pero creo que se debió a que, con todo lo que estaba viviendo con mis búsquedas, estaba experimentando una disposición más abierta a las cosas, a probar cosas nuevas y también a correr riesgos. A salir de uno mismo, a trascender. Esto viene siendo lo contrario de condiciones como la depresión, la ansiedad, el estrés postraumático, que lo encierran a uno en bucles narrativos tremendamente tóxicos.
Bajé de Angel’s Landing (caminando, claro), cogí unas setas que tenía en el coche y me fui a otro lugar medio escondido que había visto el día antes, en lugar conocido como Watchman’s Trail. Lo que sigue a continuación es propio de un novato en estos lances y *absolutamente desaconsejable*. Me senté en un saliente de la montaña y me puse a meditar. Ya me estaban comenzando a hacer efecto y me daba cuenta de que estaba en una posición peligrosa, así que retrocedí, me puse en un punto más seguro de la cornisa y continué viviendo mi experiencia, que fue, en tres partes, bella, triste y aterradora. Debo aclarar que, si me ofrecieran repetir ese día, lo firmaba ahora mismo, pero admito que estaba muy expuesto.
La otra gran experiencia psicodélica de esa ruta fue doce días después, en Arizona, en una casa donde se especializaban en esta clase de experiencias. Esto fue lo contrario de mi experiencia en Zion: un retiro controlado, estructurado, dirigido por una psicoterapeuta, su esposo y tres voluntarios, en salas acondicionadas dentro de una de esas “McMansions” estadounidenses, con actividades de preparación e integración. Las ingestas se producen en un contenedor seguro y bajo supervisión. Bueno, bonito y caro. Allí tomé, bajo supervisión, la primera de las muy pocas “dosis heroicas” que he tomado en mi vida, el equivalente a 5g de hongo seco. Explicar lo que viví esa noche daría para largo, pero puedo decir que fue una experiencia que me ayudó a revivir situaciones difíciles de mi pasado, de una manera muy directa y emocional y, al mismo tiempo, dentro del receptáculo protector que ofrecían el lugar y los supervisores. Me ayudó a reconciliarme con personas de mi pasado, a aceptar decisiones difíciles que yo había tomado y que hasta entonces no había podido asumir completamente.
Estas tres experiencias fueron sustanciales para ayudarme a salir del fangal de la depresión. Hay que precisar que los psicodélicos no son un remedio mágico: de tanto en tanto algún “mal día” asoma. Sigo siendo una persona con una fuerte tendencia a la ansiedad y con dificultades para tomar decisiones, pero esto se da ahora de una forma muchísimo más manejable que en los peores años. Mi caso podría ser un póster para el renacimiento psicodélico y es, de hecho, uno de los elementos que animaron la escritura de mi “panfletillo”, como suelo llamarlo.
Algo que se viene viendo en algunos medios últimamente es que se presenta a los psicodélicos como una especie de cura milagrosa, sin atender a los elementos contextuales que facilitan o dificultan este proceso.
A medida que estaba viviendo estas experiencias, las compartía con algunas amistades que me animaban a que escribiera lo que pensaba sobre este “renacimiento psicodélico”. Una de estas es Ana, que de amiga pasó a compañera y a quien están dedicadas esas páginas. Al mismo tiempo, el “panfletillo” también es fruto de alguna discusión bastante acalorada. Cuando llevaba un tiempo ya en estos lances, ocho meses, ya pasada la “luna de miel” pero decidido a que los psicodélicos continuarían formando parte de mi vida, tuve unos debates con otra amiga muy querida, psicóloga de profesión, doctora en educación, académica, a quien no acababa de parecerle bien lo que estaba haciendo y que me sometió a un escrutinio bastante intenso. Aunque seguimos apreciándonos y respetándonos, creo que no hemos conseguido entendernos, y puede decirse que parte de este libro es fruto de las conversaciones que he tenido con ella.
Hasta aquí he hablado de las “luces” de este renacimiento, tanto del psicodélico como el mío personal. Sin embargo, debo reconocer que yo conté con circunstancias muy favorables en el transcurso de mi aventura psicodélica: tenía tiempo, no tenía obligaciones familiares inmediatas, me lo podía permitir, tenía una terapeuta que, sin ser especialista ni aconsejarme, me apoyaba en esta aventura, mantuve contacto con un grupo de amigos que sé que me quieren mucho y que también me apoyaban de diferentes maneras. Esto es un cúmulo de circunstancias favorables en un momento particular de la pandemia y de mi vida, así como ciertos privilegios sociales y laborales. Estas condiciones ideales son raras: la mayor parte de nosotros trabaja para vivir, vive con imposiciones sobre su tiempo, o se encuentra en situaciones familiares, de pareja o laborales estresantes. Algo que se viene viendo en algunos medios últimamente es que se presenta a los psicodélicos como una especie de cura milagrosa, sin atender a los elementos contextuales que facilitan o dificultan este proceso: ¿hay tiempo? ¿hay dinero? ¿cuál es el riesgo legal? ¿hay riesgo de estigma o abandono de gente próxima que no comprenda o apoye esto?
He vivido experiencias maravillosas y conocido gente singular e interesante. Al mismo tiempo, también existe un lado oscuro: encuentras alguna gente que dirías que no ha vuelto de su viaje, prácticas cuestionables, actitudes privilegiadas o insensibles con el entorno, y en algunos casos gente depredadora o aprovechada. Son minoría, en mi opinión, pero en las culturas psicodélicas no es oro todo lo que reluce y que hay luces que generan sus sombras. De esto se ocupa la segunda mitad de mi libro, sobre cuestiones como la aproximación farmacológica a estas sustancias, el surgimiento del “capitalismo psicodélico”, algunos aspectos problemáticos de las comunidades de sanación o ciertas frivolidades y abusos en el marco del turismo enteogénico o los usos recreativos de estas sustancias.
Era consciente escribiendo Luces y sombras y lo soy ahora con este artículo, de que soy un novato en este mundo y me estará leyendo gente con mucho rodaje. Son solo las reflexiones de un recién iniciado a quien estas sustancias (o drogas, o medicinas, o plantas maestras, dependiendo del posicionamiento de cada cual) le cambiaron la vida radicalmente, pero que es consciente de que no son una panacea ni están exentos de usos problemáticos. Creo que un compromiso con los psicodélicos (y, más ampliamente, con la urgente necesidad de una política de drogas más sensata) no excluye sino que requiere miradas críticas que atenúen expectativas desmedidas o que pongan atención en su posible captura por grupos interesados o en usos problemáticos. Como todos, trato de seguir aprendiendo cuanto puedo.
Albert Casasayas, cosecha del 76 (aroma terroso), psiconauta aficionado, curioso impertinente, maestrillo sin librillo, tocat del bolet o tocado por la seta, según se mire, es oriundo de Barcelona. Vive y trabaja como profesor universitario en el valle de Santa Clara, más conocido como Silicon Valley.
Luces y sombras del renacimiento psicodélico es un ensayo que intenta introducir los psicodélicos a gente que sabe poco o nada sobre el tema, desde la perspectiva subjetiva de alguien iniciado recientemente, y que examina críticamente algunos aspectos del llamado «renacimiento psicodélico». El libro fue publicado en colaboración con Ulises Edicione y presentado en el Instituto de Psicología Transpersonal el pasado mes de julio y puedes disfrutar de una versión gratuita en este enlace.