Por Carla Escursell
La sociedad occidental entiende que el humano es un ente formado por cuerpo-mente pero a esta combinación le falta una pata. Tradicionalmente, el paradigma no era binario sino una tríada en la que entraba en juego el espíritu. La ciencia materialista del “si no lo veo no lo creo” ha hecho que desechemos la idea del espíritu, que es la parte de nosotros que nos conecta al resto. La experiencia espiritual, la fe en esa conexión con una divinidad que reside en uno, es la semilla de cualquier religión y es común a todas ellas.
Sabemos que los conceptos de salud y enfermedad pueden ser definidos desde diversos paradigmas. En las culturas ancestrales, la enfermedad no ocurre solo cuando hay un dolor físico sino que uno está enfermo también cuando está desconectado de la tribu, de la sociedad. Por eso creo que el reconocimiento del espíritu no es opcional si queremos estar sanos en el sentido más amplio de la palabra. No obstante, como todo últimamente, el concepto de espiritualidad debe ser reformulado porque las religiones occidentales cada vez nos representan menos y nos vamos quedando algo así como huérfanos de espíritu.
Si una fe que provenga de la experiencia directa, el espacio común que constituían las religiones pierde el hilo vertebrador, su sentido de ser. Cuando esto sucede, el capitalismo se nos mete hasta la cocina y las redes de cuidado mutuo se desmoronan. El vínculo, el sentido de pertenencia a esa institución que era el marco de lo espiritual y creaba lazos interpersonales, se cae y “la desconexión” con lo divino nos deja desamparados; ya solo nuestra mascota nos recuerda lo que es el amor incondicional.
¿Cómo encajar el trabajo espiritual en el marco actual sin huir y negar nuestras tradiciones autóctonas? Creo que la solución pasa por ensanchar el marco de la espiritualidad hacia una espiritualidad participativa, concepto acuñado en el marco de la psicología transpersonal. Para ello, los psicodélicos son una pieza clave por dos motivos: porque nos conectan con la experiencia mística, haciendo que la espiritualidad vuelva a cobrar sentido, le da profundidad cuando el catolicismo por ejemplo nos había dejado solo con la cáscara, con el ritual despojado de la experiencia. Además, la experiencia psicodélica hace que toda clasificación ya sea cultural, lingüística… parezca vana e incluso irrisoria. Este es el marco perfecto para este nuevo paradigma, la creación de rituales en un marco globalizado, desprovisto de fronteras.
En las sociedades globalizadas se premia la libertad por encima de todo. El desarrollo económico nos da la posibilidad de experimentar mucho y atarnos poco. La globalización tiene sus aliados y detractores pero está claro que ha sido fundamental para que podamos abanderarnos de conceptos como el ser ciudadanos del mundo o nómadas digitales. Pero ojo, el espíritu empieza a revolverse, a gritar desde la sombra del olvido y nos causa enfermedades mentales a las que no podemos ya responder una vez desconectados de nuestra tradición religiosa/espiritual. Lo decía el Principito, “los ritos son necesarios”.
No desistamos, aunque no pertenezcamos a una religión, hay elementos que nos conectan con el espíritu. Cosas muy particulares y nuestras, como un recuerdo de la abuela, una canción de tu cantautor favorito, el cuadro de cierto artista, cualquier cosa a la que le tengas aprecio o a la que “a tu manera” rindas culto. También cosas muy de otros, como un mantra hindú, una representación de buda o un mandala. Cada loco con su tema, podemos crear espacios rituales alineados con el rollo global que llevamos entre manos. Lo importante es conectar, crear una ocasión que haga vibrar el espíritu. Las fronteras entre tradiciones se desdibujan y los símbolos son variados pero estos contenidos crean una experiencia honesta de conexión.
Las religiones tradicionales pierden adeptos y se crean misceláneas muy extrañas. Cogemos un poco de acá y un poco de allá. Mi espiritualidad, por ejemplo, bebe del paisaje mediterráneo, de prácticas hindúes y chamánicas, del arte… y se expresa a través del movimiento como oración. También doy la bienvenida a compartir mi espacio espiritual con cualquiera que vibre con otros símbolos o prácticas. Eso es la espiritualidad participativa. El collage de la globalización llevada al ritual. Porque sin ritual, sin esa ocasión para arrodillarnos ante algo mayor, somos átomos desconectados. El ritual es el hilo que ata las cuencas para formar el collar de la existencia. La espiritualidad participativa es un concepto que no tiene límites y puede tomar muchas formas, puede ser meditar con un mantra hindú usando un rosario o cantar el Mediterráneo de Serrat en un temazcal.
Creo que es imperativo que encontremos nuestro espacio para avanzar hacia la salud del individuo reintegrado en la tribu.